IMPUESTOS AL AGRO
Mitos, verdades y propuestas
Nunca los terratenientes se enriquecieron tanto: más de 31 mil millones de dólares entre 2003 y 2010 (cuando el PIB del Uruguay de este último año fue de 35 mil millones). El conjunto de sectores de la economía paga impuestos por entre un 25 y un 30% de su PBI, y el agropecuario el 7%.
Red de Economistas de Izquierda del Uruguay (REDIU)
Cambiando la convulsionada agenda centrada en los Derechos Humanos, el Presidente abordó los impuestos al agro, lo cual es positivo. Pero es preciso no debatir aisladamente un tributo sino en el contexto de la producción agropecuaria, y analizar los mitos que la rodean.
UNO. A pesar de lo mucho que se afirma, es discutible considerar al agro como el “alma económica” del Uruguay, es discutible. La producción agropecuaria representa bastante menos del 10% de la producción total de bienes y servicios del país. Pero se impone aclarar que representa un porcentaje muy importante de las exportaciones. O sea, representa un factor relevante en la capacidad del país para importar infinidad de productos.
Esto se debe, en lo esencial, a que como nación no se logra desarrollar un sector industrial de magnitud, que evite lo anterior. Entre otros elementos, si algo caracteriza el desarrollo, es precisamente la capacidad de un país de depender cada vez menos de sus producciones de materia prima. En este sentido se puede afirmar que en estos últimos años, el país agravó su situación; pues esta dependencia aumentó.
DOS. Se reitera permanentemente, tal como afirmó entre muchos otros el presidente de la República hace pocos días, que el sector experimenta un “crecimiento explosivo”. Esto no es cierto ni en relación a la economía en general[1], ni en relación al propio sector, si se considera que en 2001 el país vivió la epidemia de aftosa y es previo al aumento de la soja. Si no se consideran las tendencias de largo plazo de la economía, no se comprende su funcionamiento ni se pueden elaborar políticas públicas adecuadas para el desarrollo productivo del país. Y, sinceramente, nos llama la atención que nadie se haya detenido a reflexionar sobre este relativo estancamiento de la producción[2].
Primero: los datos del Banco Central de 1997 a 2010 ilustran el mínimo crecimiento, ya que el PIB agropecuario crece apenas un promedio anual de 1.4 por ciento. En esos 13 años, este PIB crece algo más del 18% por ciento cuando, en comparación, el PIB total del Uruguay crece un 37%, por ciento o sea, un 2.8% por ciento anual; más del doble que el agropecuario.
Segundo, retrocediendo en el tiempo, en el período 1991–1996 se observa un notorio crecimiento: 35 por ciento en cinco años o, lo que es lo mismo, una tasa de 6.5% por ciento anual.
Por último, en el tramo anterior: 1983–1990 nuevamente se tiene estancamiento agropecuario; el crecimiento es insignificante.
En definitiva, pese a los evidentes cambios cualitativos, es posible resumir la evolución productiva del campo uruguayo durante los últimos 28 años separando tres períodos claramente diferenciados:
· Estricto estancamiento en los siete años de 1983 a 1990.
· Notorio crecimiento (y destacable en la historia del país) de 6.5 por ciento anual de 1991 a 1996.
· Un estancamiento “relativo” los 13 años siguientes, de 1997 hasta la actualidad, con un crecimiento algo superior al 1 por ciento anual.
No hay, ni en el corto, ni en el largo plazo, nada que justifique hablar de un “crecimiento explosivo”.
TRES. Las causas de esta evolución son sin duda complejas, pero importa recordar que en 1996 se eliminó el último vestigio del Impuesto a la Producción Mínima Exigible (IMPROME): el IMAGRO. Parecería, entonces, que disminuir en gran medida la tributación sobre la tierra no conduce a aumentar la producción.
Y esto es evidente también para el actual período. Seguramente es difícil encontrar en la historia del país un período de tiempo tan favorable para el sector en términos de renta de la tierra y ganancias para los propietarios y/o productores.
Nunca antes tantas empresas extranjeras se volcaron a comprar tierra y activos industriales vinculados al sector (frigoríficos, molinos arroceros, etc.).
Y, como contrapartida, seguramente será difícil encontrar un período en que el sector haya pagado tan pocos impuestos en proporción a su producción y sus ganancias.
Resumiendo: muy altos precios por impulso externo; grandes ganancias; precios insólitamente elevados de la tierra; escasos impuestos y, sin embargo... una producción prácticamente estancada.
Debe agregarse: un serio deterioro del ecosistema de la mano de un masivo recurso a la agricultura continua en los mejores campos del país, agravado por la incorporación de excelentes praderas naturales (ecosistema muy difícil o imposible de recuperar) para producir soja o troncos.
La propiedad y explotación de la tierra se ha extranjerizado y concentrado, con una “derrama” que, en lo esencial, se da para beneficio de unos pocos individuos y empresas, extranjeros y nacionales.
CUATRO. El racconto anterior de la realidad agropecuaria avala una conclusión también desde un punto de vista más teórico.
En primer lugar, un campo “próspero”[3] y con precios elevados de la tierra no es sinónimo de mayor producción. Y tampoco es sinónimo de mayor cuidado del recurso.
En segundo lugar: ¿qué puede afirmarse del efecto que generan los impuestos? Casi treinta años muestran que no es posible argumentar que para que haya elevada producción los impuestos deben ser mínimos.
El vicepresidente Astori afirma lo contrario; que sólo con bajos impuestos y alto precio de la tierra hay prosperidad en el agro[4]. Su exposición es muy clara; pero “la evidencia disponible” (como él mismo señala) de 28 años, lo desmiente.
Conceptualmente, lo correcto es señalar[5] la importancia de la renta de la tierra y de las rentas de monopolio en general como factores retardatarios del desarrollo capitalista en cuanto sean apropiadas por un reducido sector de la sociedad.
Y esto refiere directamente al actual debate.
CINCO. Propuestas, el gobierno maneja varias; pero si bien al inicio se señala la justeza de plantear el tema y apuntar a objetivos necesarios como atacar la concentración de la tierra, lo difundido no representa avances significativos en la materia.
Sea porque la cifra de los posibles 60 millones de dólares a recaudar, según la Presidencia, es apenas algo menos de un 2 por ciento PIB agropecuario de 2010 y afecta mínimamente las enormes ganancias del agro. Sea porque se habla de un “aporte” (ya se llega a tal nivel que hasta la palabra “impuesto” se vuelve políticamente incorrecta). Sea porque se desconoce incluso quiénes deberían gravarse (dado el insólito atraso en el Censo Agropecuario).
El fondo del abordaje debiera contemplar que no hay un impuesto mágico que todo lo puede; debe ser un sistema impositivo que aporte a un objetivo común, cuyas prioridades deben adoptarse colectivamente en un plan nacional de desarrollo, hoy inexistente, que apunte hacia nuevos equilibrios económicos y sociales donde los sectores populares deben fortalecerse.
Habrá que debatir este sistema tributario que incluya una tendencia a la redistribución de los activos básicos en el largo plazo, que resguarde decisiones centrales sobre los bienes comunes para ámbitos fuera de los mercantiles (públicos, nacionales, estatales, cooperativos, etcétera). Ese sería un paso central para redistribuir poder en la sociedad.
Lo inicial y por elemental justicia: llevar la tributación global del sector al mismo nivel que la nacional[6], y que pague el impuesto de Primaria. Los instrumentos impositivos a debatir pudieran ser varios y complementarios: impuestos al patrimonio; a las ganancias y/o rentas derivadas de la tierra; detracciones (que regulen ganancias extraordinarias, el consumo interno, y sancionen el bajo valor agregado); un impuesto a la producción mínima exigible que castigue las conductas rentistas; otros específicos para defender el suelo, el agua e impedir la contaminación ambiental, y normas para regular la extranjerización y defender la soberanía nacional.
[1] “Entre 2001 y 2009 la tasa de crecimiento del agro fue de 4.1por ciento, levemente superior a la tasa de 4.0 por ciento del conjunto de la economía”. C. Paolino, Dr. de OPyPA, Anuario 2010, Pág. 9.
[2] Registramos una excepción: un reciente artículo publicado por el Ing. Agr. Joaquín Secco.
[3] Entrecomillado, pues importa ¿para quién?
[4] En el 40º aniversario de OPYPA, afirmó: “Hay toda una polémica en la que nos hemos anotado siempre: impuesto a la tierra vs. Impuesto a la renta real (…) Incluso desde los primeros tiempos de la OPYPA, levantamos la propuesta del impuesto a la productividad mínima exigible (…) que no es otra cosa que un impuesto a la tierra. Y hoy nos damos cuenta, a partir de la evidencia disponible, que ese impuesto y los impuestos a la tierra tienden a deprimir el precio del recurso. Y no hay prosperidad en el agro con precios bajos de la tierra, y esa es otra evidencia que tenemos que extraer”. http://www.vet.uy.com/noticias(2005/feb_05/ext_not/not034.htm
[5] Como lo hizo la economía política clásica y, por ejemplo, actualizó y aplicó al Uruguay el fallecido Ing. Agr. Ricardo Caysialls.
[6] De algo más de 200 millones de dólares anuales pasaría a entre 800 y 900 (25 a 30 por ciento de su PBI)
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